viernes, 25 de julio de 2008

Aprendiendo

Después de un tiempo, uno aprende la sutil diferencia
...entre sostener una mano y encadenar un alma, y uno
aprende que el amor no significa acostarse y una
compañía no significa seguridad, y uno empieza a aprender...
Que los besos no son contratos y los regalos no son
promesas, y uno empieza a aceptar sus derrotas con la
cabeza alta y los ojos abiertos, y uno aprende a
construir todos sus caminos en el hoy, porque el
terreno de mañana es demasiado inseguro para planes...
y los futuros tienen una forma de caerse en la mitad.
Y después de un tiempo uno aprende que si es
demasiado, hasta el calor del sol quema. Así que uno
planta su propio jardín y decora su propia alma, en
lugar de esperar a que alguien le traiga flores.
Y uno aprende que realmente puede aguantar, que uno
realmente es fuerte, que uno realmente vale, y uno
aprende. Y aprende... y con cada día aprende.
Con el tiempo aprendes que estar con alguien porque te
ofrece un buen futuro significa que tarde o temprano
querrás volver a tu pasado.
Con el tiempo comprendes que sólo quien es capaz de
amarte con tus defectos, sin pretender cambiarte,
puede brindarte toda la felicidad que deseas.
Con el tiempo te das cuenta de que si estás al lado de
esa persona sólo por acompañar tu soledad,
irremediablemente acabarás no deseando volver a verla.
Con el tiempo entiendes que los verdaderos amigos son
contados, y que el que no lucha por ellos tarde o
temprano se verá rodeado sólo de amistades falsas.
Con el tiempo aprendes que las palabras dichas en un
momento de ira pueden seguir lastimando a quien
heriste, durante toda la vida.
Con el tiempo aprendes que disculpar lo hace
cualquiera, pero perdonar es sólo de almas grandes.
Con el tiempo comprendes que aunque seas feliz con tus
amigos, algún día llorarás por aquellos que dejaste ir.
Con el tiempo te das cuenta de que cada experiencia
vivida con cada persona es irrepetible.
Con el tiempo te das cuenta de que el que humilla o
desprecia a un ser humano, tarde o temprano sufrirá
las mismas humillaciones o desprecios multiplicados al cuadrado.
Con el tiempo aprendes a construir todos tus caminos
en el hoy, porque el terreno del mañana es demasiado
incierto para hacer planes.
Con el tiempo comprendes que apresurar las cosas o
forzarlas a que pasen ocasionará que al final no sean
como esperabas.
Con el tiempo te das cuenta de que en realidad lo
mejor no era el futuro, sino el momento que estabas
viviendo justo en ese instante.
Con el tiempo verás que aunque seas feliz con los que
están a tu lado, añorarás terriblemente a los que ayer
estaban contigo y ahora se han marchado.
Con el tiempo aprenderás que intentar perdonar o pedir
perdón, decir que amas, decir que extrañas, decir que
necesitas, decir que quieres ser amigo, ante una
tumba, ya no tiene sentido.
Pero desafortunadamente, solo con el tiempo...
Aprovecha tu tiempo, es muy escaso...

¿Jorge Luis Borges? ¿William Shakespeare? ¿Pablito Strelczenia?

Pd: Si sabe quién es el verdadero autor de este texto, por favor hagamelo saber.

miércoles, 23 de julio de 2008

Delirium tremens

¿Qué es un delirio? ¿Quién y por qué los escribe? ¿Existe algún requisito previo para poder escribirlo?

Demasiadas respuestas ausentes. Casi tan ausentes como el sol en las ultimas 48hs, tiempo suficiente para que se generen otros interrogantes como: “¿Quién invento las escondidas?”, para ser protagonistas de los mas alocados sucesos durante una caminata a Pinamar (que incluye Huevos extraterrestres, individuos “ensimismados” y valle de la luna, entre otros), y para que Batman pierda la virginidad.

Cronopios, Spider Blue, y la “fucking” manía de concatenar frases (algunas veces incoherentes per sé y muchas otras robadas de canciones) para dar vida a los mas diversos delirios.

Delirios!!

Llevo 20 líneas y sigo sin saber que son exactamente, tratando de salir de la paradoja: un delirio es nuestra propia historia confiada, vivida por personajes ficticios; ¿o somos contando esa aventura que quisiéramos vivir?

Bue…me voy, ya estoy delirando

Agustín López Osornio.

Introducción a los delirios

Desde diferentes constelaciones, constelaciones vírgenes y lejanas. De planetas perdidos en el cosmo, arribaron a este lugar, que por si mismo se hace llamar tierra, un grupo de seres maravillosos, espectaculares, seres no especiales sino espaciales, galácticos.

Distribuidos sobre la faz de la tierra siguen sus destinos y se unen con un único fin, darle un respiro a este mundo ahogado de razón. Para poder hacerlo deberán delirar, fantasear y con magia contagiar su espíritu inquieto.

Gonzalo Maldonado.


lunes, 21 de julio de 2008

Carreras secretas (Recomendado)

La teoría según la cual todos los objetos del universo se influyen mutuamente, aun más allá de la casualidad y el silogismo, ha sido sostenida por muchas civilizaciones.

Se sabe que la visión de un meteorito asegura el cumplimiento de un anhelo. La incompetencia de los emperadores chinos produce terremotos. El futuro imprime advertencias en las entrañas de las aves.

La adecuada pronunciación de una palabra puede destruir el mundo.

Yo, desde chico, he participado - sin admitirlo - de estas convicciones. Con toda frecuencia, me imponía sencillas maniobras y preveía unas módicas sanciones para el caso de su incumplimiento. Antes de acostarme, cerraba las puertas de los roperos, sabiendo que si no lo hacía debería soportar pesadillas. Bajaba de la cama con el pie derecho. Evitaba pisar baldosas celestes. Al interrumpir la lectura, cuidaba de hacerlo en una palabra terminada en ese.

Los castigos que imaginaba eran al principio leves. Pero después empecé a jugar fuerte. Si me cortaba las uñas por las noches, mi madre moriría; si hablaba con un japonés, quedaría mudo; si no alcanzaba a tocar las ramas de algunos árboles, dejaría de caminar para siempre.

Este repertorio legislativo fue creciendo con el tiempo y al llega a mi adolescencia, mi vida transcurría en medio de una intrincada red de obligaciones y prohibiciones, a menudo contradictorias.

Todo se hizo más simple - más dramático - cuando descubrí las carreras secretas.

Describiré sus reglas. Se trata de elegir en la calle a una persona de caminar ágil y proponerse alcanzarla antes de llegar a un punto establecido. Está rigurosamente prohibido correr.

Antes del comienzo de cada justa, se deciden las recompensas y penalidades; si llego a la esquina antes que el pelado, aprobaré el examen de lingüística.

Durante largos años, competí sin perder jamás. Me asistía una ventaja decisiva: mis adversarios no estaba enterados de su participación y por lo tanto, casi no oponían resistencia. Obtuve premios fabulosos. En Constitución, me aseguré vivir más de noventa años. En la calle Solís, garanticé la prosperidad de mis familiares y amigos. En el subterráneo de Palermo, por escaso margen, logré que dios existiera.

Tantas victorias me volvieron imprudente. Cada vez elegía rivales más difíciles de alcanzar. Cada vez los castigos que me prometía eran más horrorosos.

Una tarde, al bajar del tren en Retiro, puse mis ojos en un marinero que marchaba a unos veinte pasos delante de mí. Me hice el propósito de alcanzarlo antes de la puerta del andén.

Con el coraje y la generosidad que suelen ser hijos del aburrimiento, resolví jugármelo todo. Una vida feliz, si ganaba. Una existencia mezquina, si perdía. Y como una compadreada final, me vacié los bolsillos: aposté el amor de la mujer deseada.

Apuré la marcha. Poco a poco fui acortando las ventajas que el joven me llevaba. Las dificultades comenzaron pronto: un familión me cerró el camino y perdí unos segundos preciosos. Al borde del ridículo, ensayé el más veloz de los pasos gimnásticos. El infierno me envió unos changadores en sentido contrario. Después tuve que eludir a unas colegialas que se divertían empujándose. La carrera estaba difícil, tuve miedo.

Ya cerca de la meta, conseguí ponerme a la par del marinero.

Lo miré y descubrí algo escalofriante: él también competía. Y no estaba dispuesto a dejarse vencer. Había en sus ojos un desafío y una determinación que me llenaron de espanto.

En los últimos metros, perdimos toda compostura. Pedíamos permiso a los gritos y sin el menor pudor, empujábamos a cualquiera. Pensé en la mujer que amaba y estuve al borde del sollozo. En el último instante, cuando ya parecía perdido, una reserva misteriosa de fortaleza y valor me permitió cruzar la puerta con lo que yo creí una ínfima ventaja.

Sentí alivio y felicidad. Pensé que aquella misma noche mis sueños amorosos empezarían a cumplirse. No pude reprimir un ademán de victoria. Alcé los brazos y miré al cielo. Después, como en un gesto de cortesía, busqué al marinero. Lo que vi me llenó de perplejidad. También él festejaba con unos saltitos ridículos. Por un instante nos miramos y hubo entre nosotros un no expresado litigio.

Era evidente que aquel hombre creía haberme ganado. Sin embargo, yo estaba seguro de haberle sacado, al menos, una baldosa.

Entonces dudé. ¿Había calculado bien? ¿Cuál sería el procedimiento legal en estos casos? Desde luego, no me atreví a con el marinero. Me alejé confundido y pensé que pronto concería el veredicto. Una vida dichosa, un amor correspondido, darían fe de mi triunfo. La suerte aciaga, el rechazo terco, me harían comprender la derrota.

Pasaron los años y nunca supe si en verdad gané aquella carrera. Muchas veces fui afortunado, muchas otras conocí la desdicha.

La mujer de mis sueños me aceptó y rechazó sucesivamente.

Todas las noches pienso en buscar a aquel marinero y preguntarle cómo lo trata la suerte. Solamente él tiene la respuesta acerca de la exacta naturaleza de mi destino. Quizá, en alguna parte, también él me esté buscando.

Me niego a considerar una posibilidad que algunos amigos me han señalado: la inoperancia de los triunfos o derrotas obtenidos en carreras secretas.

Alejandro Dolina

domingo, 20 de julio de 2008

Día del amigo

¡¡Feliz Día del amigo!!

“Porque siempre estarán en mi
esos buenos momentos que pasamos sin saber
que un amigo es una luz
brillando en la oscuridad
siempre serás mi amigo
no importa nada más.”

Esta es una foto representativa... me es difícil reunir a todos mis amigos en una misma foto. Vale aclarar que muchos quedaron afuera de la misma.

Pásenla lindo gente, un abrazo grande!!

Abrazo

Un simple abrazo nos enternece el corazón;
nos da la bienvenida y nos hace más llevadera la vida.

Un abrazo es una forma de compartir alegrías
así como también los momentos tristes que se nos presentan.

Es tan solo una manera de decir a nuestros amigos
que los queremos y que nos preocupamos uno por el otro
porque los abrazos fueron hechos para darlos a quienes queremos.

El abrazo es algo grandioso.
Es la manera perfecta para demostrar el amor que sentimos
cuando no conseguimos la palabra justa.

Es maravilloso porque tan sólo un abrazo dado con mucho cariño,
hace sentir bien a quien se lo damos, sin importar el lugar ni el idioma
porque siempre es entendido.

Por estas razones y por muchas más…
hoy te envío mi más cálido abrazo.


¡¡Feliz día del amigo!!

miércoles, 16 de julio de 2008

Confesión de amor en la parada del 93 (Recomendado - Excelente)

Al final le dijo que la amaba. Se lo escupió sin atenuantes, sin fijarse ya en escoger las palabras adecuadas. Se lo dijo casi con bronca, casi como si ella tuviera la culpa. Bueno, se dijo Esteban, alguna culpa le cabría por ese amor que a el hacia años le quemaba las entrañas.

Ella lo miró como incrédula. Con sus grandes ojos negros muy abiertos. Las mejillas se le encendieron en un rojo incandescente y se echo a temblar como una hoja. El supo que no tenia mas salida que seguir hasta el final, y por eso hablo hasta quedar exánime, hasta que la voz se le estrangulo por la emoción y por el miedo, hasta que se cohibió en la contemplación de la metamorfosis del rostro hermoso de ella, que viró del asombro a la incredulidad, y de la incredulidad a la furia.

El cachetazo que sobrevino entonces terminó por parecerle natural, porque la cara de ella daba para eso o para cualquier otra forma de castigo. Enseguida, como para nutrir aun mas a la bestia de su desampara, ella se acomodó la cartera y se trepó aun 93 que venía repleto. Para colmo desde el estribo dio vuelta la cara y lo miro con los ojos llenos de lágrimas. No hacia falta ser un genio para advertir que no iba a perdonarlo nunca.

Muchas veces, en las infinitas noches malgastadas en urdir el modo de decírselo, había tratado de representarse a si mismo en el instante posterior a haberlo hecho. Casi nunca lograba hacerse la idea. Hablarle le parecía algo tan difícil, tan improbable, que el minuto siguiente a haberlo conseguido se le antojaba de otro mundo; un minuto para ser vivido en otro planeta.

Una vez que constató que seguía con vida, que no había muerto de vergüenza ni de pánico ni de desesperación en la empresa, trató de pensar de nuevo el universo en torno suyo. Alrededor todo era igual, a que negarlo. Buenos Aires estaba por todos lados, pero casi no importaba. El cielo estaba encapotado de nubes bajas y pesadas. Esteban casi sintió un pinchazo ligero de bronca, una sensación de injusticia por esa indiferencia rotunda para con su tormento en carne viva.

Con pasos de autómata abandonó la parada y caminó por Leandro Alem hasta la plaza. Ella seguía poblando sus pensamientos con una premura irrenunciable. Su imagen de llanto en el estribo, su rostro dolido y rabioso y desencantado se le imponían de un modo mucho mayor que el tamaño que cobraba su propia desventura.

En una de esas tardes de café que pactaban a menudo ella le había contado, con naturalidad, que se casaba en mayo. Como el sabía que tarde o temprano llegaría el día en que ella tendría que arrojarle esa montaña sobre la cabeza, consiguió que el cataclismo de su alma pasase casi inadvertido. Armándose de valor, hasta tuvo la hombría de formular las preguntas consabidas: que cuando, que en que iglesia, que la fiesta donde, que la luna de miel en que lugar y otras por el estilo. Las tres noches siguientes, que pasó tumbado en la cama sin pegar un ojo, trató de convencerse de que mejor, de que ya era hora, de que el tal Alejandro no era mal tipo, de que ese iba a ser tal vez el único modo de obligarse a perderla y olvidarla.

Se vieron varias veces desde entonces. Habría sido sospechoso que él evitara sus encuentros. ¿No le decía ella, siempre, que él era su mejor amigo? ¿No se habían burlado juntos, cien veces, de los que negaban la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? ¿No se habían reído siempre en sus encuentros de los chimentos que los unían en romances de todo tipo?

Para Esteban esos fueron cuatro meses macabros, pero los soportó a pie firme. Se encontraban en el café de siempre, en el Bajo, y la dejaba hablar de la modista, del ramo de novia, del buffet froid, del costo por cubierto, de las rencillas surgidas en torno a la lista de invitados. Él se asombró, en ese lapso, de cuántas cosas era capaz de soportar sin gritarle que se callara, que lo dejara en paz, que dejara de martirizarlo con esos punzones afilados que le desgarraban las entrañas.

Pero el lunes, cuando ella llamó para citarlo para la antevíspera del civil, sintió que era demasiado. Trató de decirle que no, que no podía de ninguna manera, que mejor se veían directamente el día de la iglesia, porque al civil también iba a serle imposible acudir. Pero ella, como siempre, se las ingenió Para desbaratarle las intenciones y vencerle las resistencias, y al final se escuchó a sí mismo pactando otro de esos encuentros del demonio en el café de Leandro Alem para el miércoles a la tarde. Ella llegó con su impuntualidad de siempre, declamando que debía partir en diez minutos al encuentro de la modista, pero se pasó las siguiente hora y media atorada en su monólogo florido. Igual estaba rara. Esteban supuso que era natural y que todas las mujeres se ponían así en los días previos a casarse.

Intentó escucharla con la buena disposición de siempre. Pero por más que trataba, lo corroía la idea de que desde la mañana del viernes siguiente ella iba a serle fatal y perpetua y definitivamente ajena, sin que él fuese capaz de enarbolar gesto alguno capaz de evitarlo. Porque era evidente, se decía, que jamás conseguiría vencer su propia cobardía. ¿Para qué traerle un problema, una desilusión? ¿Para qué ofenderla, inmiscuirse de contrabando en su existencia, traicionar la linda amistad que los unía, obligarla a rechazarlo, a decirle lo lamento, yo no sabía, jamás me hubiese imaginado? ¿Para qué forzarla a poner cara de compasión, cara de te entiendo pobrecito Esteban, cómo puedo ayudarte a que te olvides?

Atragantado de dolor y de rabia consigo mismo, casi le agradeció en voz alta cuando ella por fin hizo silencio, después de narrarle un principio de conflicto felizmente resuelto entre sus testigos de la iglesia y del civil, zanjado por la angelical intervención de Margarita. Esteban tiró el último pedacito del sobre de azúcar en la borra del pocillo, mientras ella miraba el reloj sobre la barra. Llamó al mozo, pagó y salieron a la calle. Como siempre, se ofreció a acompañarla hasta el colectivo, y ella accedió sonriendo. Sin embargo, su locuacidad parecía haberse evaporado.

Esteban empezó a sentirse mal del estómago. Había confiado en que los últimos minutos de ese tormento asirio pasaran en el torbellino de su charla infatigable. Pero en lugar de eso, ambos caminaban silenciosos por el Bajo, ella mirándose los pies, y él con la vista clavada en el vacío, buscando en su interior algún postrer despojo de resignación o de valentía.

“Ya llegamos”, dijo ella. En el refugio esperaba solamente una señora gorda. Él, automáticamente, bajó el cordón y se paró en la orilla de la calle. Era algo que siempre hacía. Por empezar, era bastante más alto que ella, y al descender esos centímetros sus ojos podían encontrar muy cerca los de ella. Y además, cuando algún auto pasaba cerca de la vereda, Agustina instintivamente, aunque siguieran la conversación sin inmutarse, estiraba el brazo y le capturaba el suyo, atrayéndolo sin violencia hacia un lugar más seguro; y ese gesto de cuidado e intimidad a él le entibiaba las angustias.

Pero hoy ni siquiera esos ritos antediluvianos surtían sus efectos analgésicos. Ella tenía la vista suspendida adelante, tratando de adivinar, en su miopía, el colectivo viniendo del lado del Correo. Esteban, por su lado, trataba de detener el terremoto de sus tripas, concentrándose en que ya era miércoles a la nochecita, y que el asunto era permanecer con vida hasta el domingo. Porque abrigaba la ilusión grisácea de que, desde entonces, su amor desventurado se iría asfixiando en el tiempo y en la distancia, ahogado en el veneno de lo irrevocable.

No obstante, no se sintió aliviado cuando por fin el 93 se asomó por el lado de Corrientes, y ella lo miró con una sonrisa rara y de labios apretados, y le dijo “ahí viene” como si él fuese tonto, como si fuese ciego, como si fuese incapaz de ver el enorme cacharro amarillento de sus desventuras acercándose inexorable, zigzagueando del carril lento al rápido y viceversa para consumar la catástrofe de su alma, para tragarse al amor de su vida y arrancárselo para siempre.

Fue entonces, cuando ella lo miró con su cara de enigma de toda la tarde y le dijo chau, cuando él inhaló de nuevo el olor inconfundible de ella, cuando sintió el roce de sus dedos contra los suyos, cuando se supo incapaz de sobrevivir al cataclismo de perderla, que él sintió, junto a un dolor súbito en la boca del estómago, la certeza de que iba a decírselo, de que las cosas habían dejado de importar, de que ya no podía contener el océano volcánico de su amor secreto, de que si se callaba moriría en el incendio de sus entrañas.

La tomó del brazo y le dijo que no subiera, que lo dejara pasar, que tomara el siguiente porque necesitaba decirle algo. Ella se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos, tal vez intuyendo que Esteban iba a lanzarse por la pendiente sin retorno de las verdades tardías. Y él, turbado por la vergüenza pero inmune ya a los trastornos de la cobardía, la miró al centro de los ojos y le dijo que la amaba. Y se lo escupió sin atenuantes y sin demorarse en escoger las palabras adecuadas. Le dijo que se había enamorado de ella sin límites ni miramientos la primera vez que la vio entrar en la oficina, con su trajecito azul, y su pelo negro y lacio peinado con esmero, mientras ella tartamudeaba presentaciones y se enredaba los tacos en la alfombra burda del quinto piso. Le dijo que la había adorado desde el mismo instante en que había llegado al escritorio de atrás, y él la había visto de cerca por primera vez, maravillado en el mar oscuro de sus ojos sin fondo, enternecido en su mano helada de dedos largos y finitos.

Le contó sobre el calvario paciente de sus cartas de amor, contrabandeadas a sus insomnios, atesoradas en el fondo del segundo cajón de su mesa de luz hasta el insólito número de doscientas cuarenta y cuatro, hasta la saturación de imágenes y de metáforas, hasta la sorda convicción de que jamás sería capaz de hacerle llegar una sola de ellas. Le habló de la tortura dulce de los cinco años malgastados en esos ejercicios inútiles, de que al final había encontrado un espejismo de paz en la certeza de que su silencio lo pondría a salvo de su sorpresa y su rechazo, de su adiós irreversible, y de que había preferido indigestarse con sus frases de amor que someterse al suplicio de su adiós definitivo.

En el vértigo de la verdad, y temiendo la proximidad de un final de catástrofe, comenzó a ametrallarla con los dardos flamígeros de sus sentimientos desnudos. Intuyó, al calor de su corazón desbocado, que las palabras corrientes, esas que se usan todos los días, no eran adecuadas para describir un amor como el suyo, y desplegó temerario una verborragia indómita que mezclaba improvisaciones geniales con pedazos arrancados al azar a los doscientos cuarenta y cuatro borradores de sus cartas de amor empedernido.

Viéndola parada frente a el, rígida, incrédula, le dijo también que se hiciera cargo de ese amor, aunque no hiciese otra cosa más que eso. Que al menos para abofetearlo, insultarlo, escupirlo, tomara partido, hiciera algo, le diera a entender que, aun para despreciarlo, ella también estaba ahora sumergida en el pantano de su amor y su desconsuelo. Que al fin y al cabo era ella, a su modo y sin quererlo, la única responsable de su agonía perpetua.

Hizo un instante de silencio, como si las fuerzas descomunales que lo habían conducido hasta allí estuviesen a punto de abandonarlo. Resopló varias veces y con lo último de su empuje le pidió disculpas, le dijo que hasta último momento tenía decidido callarse, que había decidido no hablar por respeto, por no arruinar esa amistad que tenían, por no ponerla a ella en el disgusto de despreciar su amor, por evitarle la incomodidad de herirlo, por ponerla a salvo de perder la naturalidad de sus voces y de sus diálogos. Pero que al verla ahí, apunto de tomar el 93, había entendido que no podría dejarla ir, que no sería capaz de perderla para siempre, de perdurar el resto de su vida en la decrepitud de carecer de ella, ajeno a sus humores y a sus detalles, ajeno a sus tareas cotidianas, ajeno a sus embarazos y a sus hijos y a sus reuniones de padres, ajeno a sus Navidades y a sus vacaciones en Córdoba, ajeno a sus cambios de peinado y a sus compras de ropa, ajeno a su cuerpo de piel y junco yaciendo en la oscuridad de cada noche.

Después, agotado, terminó por callarse. Fue cuando ella se lanzó a temblar como una hoja, y le hizo estallar la cachetada en pleno rostro, y se colgó del 93 que venía repleto, y lo condenó con los ojos por su estúpido modo de arruinarle la antevíspera de su casamiento.

Esteban se derrumbó en un banco de plaza y dejó caer la cabeza entre las manos, mientras la fatiga inconmensurable de los nervios acumulados le disolvía las articulaciones. El alma se le anegó de angustia y de desamparo. Se vio al fin como tanto había temido verse: solo en el universo, privado para siempre de ella y de la mera posibilidad de ella alguna vez. Y aunque no se arrepintió de haber hablado como acababa de hacerlo, cayó en la cuenta de que la tranquilidad de conciencia tenía muy poco que ver con la paz de espíritu. Entonces la congoja le subió por fin hasta los ojos, y la plaza y Buenos Aires se le nublaron de lágrimas tibias y saladas. Trató de contenerse primero. Pero cuando en su alma fue tomando por fin cuerpo el tamaño de abismo de su soledad, el horizonte inabarcable de su desolación, se desbarrancó en un llanto desesperado, que habría hasta el fondo las esclusas de su rencor y su desconsuelo.

Empezó a llover. Primero tímidamente, con unos gotones grandes y dispersos, que golpeaban con fuerza las hojas de los árboles y los pétalos de los flores en los canteros. Después con más ahínco, aunque sin llegar al aguacero. En cuanto fue capaz de percibir la mojadura, Esteban levantó la cabeza y miró en torno. La gente se había ido, como siempre se va del Bajo cuando anochece. Dejó de llorar. Se restregó con las mangas los ojos enrojecidos.

No tenía la menor idea de adónde ir. Entendió, apesadumbrado, que la vida le arrancaba de nuevo de cero, y que iba a tener que coleccionar un sinnúmero de cosas y de gentes como para ocupar el agujero descomunal que acababa de abrírsele en el lugar donde había estado ella.

Caminó de espaldas a la avenida, hacia el lado del río. A los pocos pasos se detuvo, se asustó, y casi se enojó consigo mismo, cuando por encima del rumor de la lluvia y de los autos creyó escuchar un grito que traía su nombre. Era posible, por supuesto, que estuviesen llamando a otro Esteban. Era posible que aunque la voz fuese de mujer, y aunque se pareciese terriblemente a la voz de Agustina, la nostalgia y la desesperación le estuviesen haciendo pasar un mal rato. Era posible que el sonido rumoroso sobre las piedras anaranjadas del caminito fuera otra cosa que los zapatos de taco de ella tragándose la distancia que los separaba. Era posible que estuviese alucinando, y que no valiese la pena volverse para verla a ella indiscutible y real y tangible, a ella corriendo por la plaza gritando su nombre, a ella despedazando el futuro escrito en letras definitivas, a ella también empapada del agua de otro banco de otra plaza, a ella saltándole al cuello en un abrazo risueño y bañado de su propio llanto, a ella incinerándolo para siempre en el fuego de sus labios contra los suyos, a ella abrigándolo en sus primeras palabras de amor, susurradas trémulas contra su oído.


Eduardo Sacheri.

domingo, 13 de julio de 2008

El nuevo Beckham de la flia


Les presento a mi sobrinito Franquistein, fanático hincha de River. Quien con sus 10 meses ya lo vió salir campeón tantas veces como mis amigos pinchas.
Estamos intentando descifrar sus primeras palabras, que suenan a algo así como... "bok pooto".

jueves, 10 de julio de 2008

Historia del que no podía olvidar

El ruso Salzman tuvo muchas novias. Y a decir verdad solía dejarlas al poco tiempo. Sin embargo jamás se olvidaba de ellas.
Todas las noches sus antiguos amores se le presentaban por turno en forma de pesadilla. Y Salzman lloraba por la ausencia de ellas.
La primera novia, la verdulera de Burzaco, la pelirroja de Villa Luro, la inglesa de La Lucila, la arquitecta de Palermo, la modista de Ciudadela.
Y también las novias que nunca tuvo: la que no lo quiso, la que vio una sola vez en el puerto, la que le vendió un par de zapatos, la que desapareció en un zaguán antes de cruzarse con el.
Después Salzman lloraba por las novias futuras que aun no habían llegado. Los hombres sabios no se burlaban del ruso pues comprendían que estaba poseído del más sagrado berretín cósmico: el hombre quería vivir todas las vidas y estaba condenado a transitar solamente por una.
Aprendan a soñar los que se contentan con sacar la lotería......

Alejandro Dolina

Historia del que padecía los dos males (Recomendado)

En la calle Caracas vivía un hombre que amaba a una rubia.
Pero ella lo despreciaba enteramente.
Unas cuadras más abajo dos morochas se morían por el hombre y se le ofrecían ante su puerta. El las rechazaba honestamente.
El amor depara dos máximas adversidades de opuesto signo: amar a quien no nos ama y ser amados por quien no podemos amar.
El hombre de la calle Caracas padeció ambas desgracias al mismo tiempo y murió una mañana ante el llanto de las morochas y la indiferencia de la rubia.

Alejandro Dolina

Memorias de un wing derecho

Y aquí estoy. Como siempre. Bien tirado contra la raya. Abriendo la cancha. Y eso no me enseño nadie. Son cosas que uno ya sabe solo. Y meter centros o ponerle al arco como venga. Para eso son wines. No me vengan con eso de wing “ventilador” o wing “mentiroso” o las pelotas. Arriba y contra la raya.

Abriendo la cancha para que no se amontonen los forwards en el medio. Nada de andar bajando a ayudar al marcador de punta ni nada de eso. Si el marcador de punta no puede con el wing de él... ¿para qué m... juega de marcador de punta? Lo que pasa es que ahora cualquier mocoso le sale con esas teorías nuevas y nuevas formas de juego o te viene con la “holandesa” o la brasileña y otras estupideces.

¡Por favor! El fútbol es uno solo y a mí no me saca de la formación clásica: el arquero bien parado en la raya y atento. Por ahí escucho decir que Gatti juega por toda el área o sale hasta el medio de la cancha... Y bueno, así le va. Yo al arquero lo quiero paradito en su arco y nada más. Para eso es arquero. Después una línea de tres. Después otra de cinco. Y arriba que nos dejen a nosotros tres. Más de veinte años hace que jugamos así y nos hemos podrido de hacer goles. De a siete hacemos. Yo ya debo llevar como 6.800. Yo solo... ¡Después me dicen de Pelé! O arman tanto despelote porque Maradona hizo cien. Cien yo hago en una temporada. Y en verano, cuando los pibes se quedan en el club como hasta las dos de la matina, me atrevo a hacer cuarenta, cincuenta goles por semana. Cuarenta, cincuenta. Yo solo... Maradona... ¡Por favor! Y eso para no hablar del centrofoward nuestro. debe llevar más de 12.000 goles. por debajo de las patas... Y...¡el tipo está ahí! donde deben estar los centrofoward. En la boca del arco. En el área chica. Pelota que recibe, ¡Pum! adentro. A cobrar. Y ojo, que el nueve de los de Boca no es maño tampoco. Es el mismo estilo que el nuestro. Siempre ahí: en la troya. Adonde están los japoneses. ¡Nos ha amargado más de un partido, eh! Yo no he visto los goles que nos ha hecho pero escucho los gritos y el ruido de la pelota adentro del arco.

Le da con un fierro el guacho. Pero, claro, tiene dos wines que son dos salames. Por ahí si jugara al lado mío él también habría hecho como 12.000 goles. ¡Si le habré servido goles al nueve! ¡Si le habré servido goles! Me acuerdo el día del debut. Le estoy hablando de hace 25 años, 25 años, un cuarto de siglo. Sacaron la lona que cubría la cancha y le juro que nos escegueció la luz. Un solazo bárbaro. Yo casi no podía ver por el resplandor en las camisetas, especialmente en las nuestras. Claro, por el blanco. Las bandas rojas parecían fuego. No como ahora, que está saltando todo el esmalte y se ve el plomo. O el piso, del verde ya no queda casi nada. ¡Cómo está ésta cancha! ¡Qué lástima! Qué poco cuidada está. Pero bueno, ese día fue algo inolvidable. Era domingo al mediodía y se ve que los muchachos estaban alborotados porque esa tarde jugaban River y Boca en el Monumental y ellos se habían reunido en el club para irse todos juntos en el camión para el partido. ¡Huy, lo que era ese día! Y claro, llegaron ahí y se encontraron con que la Comisión Directiva había comprado el metegol.

Yo había escuchado desde abajo de la lona que pensaban inaugurarlo esa noche cuando los socios se juntaban en la sede social a comentar los partidos o tomarse un fernet antes de cenar. Pero... ¡qué!... apenas los muchachos vieron el metegol al lado de la cancha de básquet ni siquiera se molestaron en meterlo adentro.

¡Además, esto es pesado, eh! No sé cuántos kilos debe pesar esto, pero es pesado. Puro fierro, de las cosas que se hacían antes. Bueno, ahí nomás lo destaparon y se armó el partido. Yo calculo, calculo, que había de haber entre 20 y 25 años personal viendo el partido. ¡No menos, eh! No menos. Una multitud. Y había apuestas y todo. Le digo que calculo que había esa gente porque yo ni miré para arriba, le juro, no me atrevía a levantar la vista del cagazo que tenía. Le juro. Uno escuchaba bramar esa tribuna y temblaba.

¡Qué cosa inolvidable! Nosotros, los tres de adelante, tuvimos suerte porque el tipo que nos manejaba se ve que sabía. Yo apenas sentí que se movía, dije: “Hoy vamos a andar bien”. porque también es importante el tipo que a uno le toque para manejarlo. Usted podrá tener condiciones, es más, podrá ser un fenómeno, pero si el que está afuera es un queso, va muerto. Y yo le digo, ahora, con experiencia, yo apenas noto cómo el tipo me mueve ya me doy cuenta si conoce o no. Es una cuestión de experiencia, nada más. No es que uno sea sabio. Escúcheme, usted ve un tipo cómo se para en la cancha y ya sabe cómo juega al fútbol. No tiene necesidad ni de verlo correr. ¡Por favor! Pero ese día se ve que el tipo conocía. No era ni improvisado ni uno que agarra la manija porque está aburrido y para matar el tiempo se juega un metegol. De esos que usted trata de ayudarlos, de darles una mano pero al final el que queda como un patadura es usted. Cuando el culpable es el que tiene la manija. Y usted los escucha gritar: “¡Qué tronco es el siete ese! ¡Qué animal el wing!”. Hay que aguantar cada cosa. ¡Por favor! Pero ese día no. Ese día tuve suerte, lo que es importante en un debut. Y más en un River-Boca. Usted sabe bien cómo son estos partidos. Un clásico es un clásico, digan lo que digan ahora yo ya tengo como 30.000 clásicos jugados y así y todo, le digo, todavía cuando escucho el pique de la primera pelota en la mitad de la cancha me pongo nervioso. Parece mentira. Es que son partidos muy parejos. Somos equipos que nos conocemos mucho. Pero aquél día tuvimos suerte, por lo menos los de adelante. De la mitad de la cancha para adelante la rompimos, la hacíamos de trapo. “Tachola”, me acuerdo que se llamaba el que tenía la manija. Me acuerdo porque le gritaban permanentemente y además porque durante cuatro años vuelta a vuelta venía al club y jugaba. ¡Cómo sabía ese tipo! Lo arruinó la bebida. Cuando llegaba en pedo yo me daba cuenta porque nos hacía hacer molinetes y cada cagada que ni le cuento. Un día me hizo hacer un molinete y yo cacé un chute que la pelota saltó del metegol e hizo sonar un vaso. Me quería hacer pagar a mí el desgraciado. Pero cuando estaba sobrio era un león. Y ese día la gasté. En la defensa no andábamos tan bien porque el que manajaba a los tres era un salame. Un paspado. Pero con los de adelante bastaba.

No hay mejor defensa que un buen ataque, mi amigo, eso lo sabe cualquiera. ¡Por favor! Ahora se meten todos abajo. Están locos. tres pepas hice ese día. Y las otras tres se las serví al nueve, al morochón. Y no tenía bigotes. Lo que pasa es que algún mocoso se los pintó con birome para que se pareciera a Luque. Un gol, me acuerdo, un gol, la bola rebotó en el corner y se me vino. Ibamos perdiendo uno a cero, porque ¡ojo! habíamos arrancado perdiendo, y la hinchada bramaba. La puse debajo de la suela y casi la astillo. La empecé a pisar y me la traje despacito para el medio. El nueve se fue para la izquierda y el once también, para abrirme un buco. Yo la masé y un par de veces amagué el puntazo, pero el fullback me tapaba el tiro y no veía ángulo para el taponazo. Le cuento que yo no le hago asco a patear y cuando veo luz le sacudo. A mí no me vengan con boludeces. Pero el rubio que me marcaba me tapaba bien. Entonces yo agarro y la engancho de nuevo para afuera, para mi lado, como para meterle un derechazo cruzado, al segundo palo, a la ratonera. ¡Si habré hecho goles así! Y cuando el rubio me sigue para taparme y el arquero cubre el primer palo, de revés nomás, cortita, la toco para el medio. Y el nueve, sin pararla ché, le puso semejante quema que abolló la chapa del fondo del arco. ¡Qué golazo! ¡Lo que fue eso! Yo lo había escuchado al negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha y ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro, lo había escuchado. Cuando yo me abrí para la derecha ví que la defensa se venía conmigo. Y lo escuché al Negro que me grita: “¡Ah!”. Y se la toqué. Lo mató al Negro. Lo mató. La hacemos siempre a ésa. Diga que ya nos conocen. ¡Qué partido fue ése! Y para esta noche tenemos uno lindo. Si es que vienen los muchachos. Porque los escuché decir que iban a las maquinitas. Siempre hablan de las maquinitas. Vaya a saber qué es eso. Acá una vez al club trajeron una. Yo siempre escuchaba unos ruidos raros, unas cosas como “pluic” “plinc” ,“clun” y unas sacudidas. Unas luces. Pero después no lo sentí más. Dicen que se le jodió algo adentro a la máquina, algún fusible y nunca hay guita para comprarlo. Son máquinas delicadas. De ésas que hacen los yanquis. Por eso los muchachos siempre vuelven. Porque el fútbol es el fútbol. Esa es la única verdad. ¡Qué me vienen con esas cosas! Son modas que se ponen de moda y después pasan. El fútbol es el fútbol, viejo. El fútbol. La única verdad.

¡Por favor!

Roberto Fontanarrosa

miércoles, 9 de julio de 2008

El Bar VIII

El Hombre Sabio se sentó en silencio. El loro dijo:
-El amor es una puerta y un beso es la llave. Eso explica el fervor amoroso de todos los parroquianos. Y el carácter efímero de todos los romances. Aquí nos amamos a paso de búsqueda. Sólo nos detenemos a mirar al otro el tiempo indispensable para saber que no es el que buscábamos. Sin embargo, cada elección incorrecta refuerza la esperanza del amante desengañado.
El secreto está en no comprender, en no advertir que no importa cómo se repartan las parejas. Ningún amor está por encima de los demás y todas las llaves están falseadas. Pero conviene no saberlo.

Alejandro Dolina (Bar del infierno)

Sueño

Un día decidí no esperar a las oportunidades
sino irlas a buscar yo mismo.
Y así después de tanto,
un día como cualquier otro decidí triunfar.

Decidí ver cada problema como una oportunidad
para encontrar una solución.

Decidí ver cada desierto como una oportunidad
para encontrar un oasis.

Decidí ver cada noche
como un misterio a resolver.

Decidí ver cada día como una nueva oportunidad
para ser feliz.

Aquel día descubrí que mi único rival,
no eran mas que mis propias debilidades,
y que, en éstas,
está la única y mejor forma de superarnos.

Aquel día deje de lado el temor a perder.
Descubrí que no era yo el mejor
y que quizás nunca lo fui.

Me dejó de importar
quien ganara y quien perdiera.

Ahora me importa simplemente
saberme mejor que ayer.

Aprendí que lo difícil
no es llegar a la cima,
sino jamás dejar de subir.

Aprendí que el mejor triunfo que puedo tener,
es tener el derecho de llamar a alguien “Amigo”.

Descubrí que el amor
es más que un simple estado de enamoramiento,
“el amor es una filosofía de vida”

Aquel día dejé de ser un reflejo
de mis escasos triunfos pasados,
y empecé a ser mi propia tenue luz
de este presente;
aprendí que de nada sirve ser luz
sino vas a iluminar el camino de los demás.

Aquel día decidí
cambiar tantas cosas…

Aquel día aprendí que los sueños
son solamente para hacerse realidad.

Desde aquel día ya no duermo para descansar…
ahora simplemente duermo para soñar.

Walt Disney

100 % Poesia

Hay quienes sostienen que el
fútbol no tiene nada que ver
con la vida del hombre,
con sus cosas mas esenciales.

Desconozco cuánto sabe esa gente
de la vida. Pero de algo estoy seguro:
no saben nada de fútbol.

Eduardo Sacheri.

martes, 8 de julio de 2008

No te salves

No te quedes inmóvil
al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca
no te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer los párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo

pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el júbilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo.


Mario Benedetti